mardi 22 juin 2010

Navarrete, fin de etapa

Divisamos Navarrete envuelto en el resplandor de la tarde, ya pasadas las cuatro y media. Sobresaliendo de entre las casonas y otros inmuebles centrales, la torre herreriana de la Asunción, una iglesia gótico-renacentista del s. XVI. Nos comentaron que tiene un retablo mayor barroco de mucho valor, pero no pudimos verlo, porque no entramos en la iglesia, desbordada de gente, que asistían a las obsequias de un mortal navarrico. La entrada a Navarrete fue de un tirón, y paramos en la calle San Roque. Buen augurio, me dije. Buscábamos un hostal y terminamos en el albergue de la calle San Juan y que llevan los Amigos del Camino. Entrar al albergue no tenía otro fin que sellar la credencial, pero el hospitalero nos embobinó y terminamos quedándonos. Una experiencia diferente, y aunque el albergue es municipal, tenía aires de ser bien llevado, limpio y tranquilo. Como es costumbre, zapatos y bastones en la recepción, y subir descalzos. Ayayay!, debí haber tomado un vídeo de mi compañero cuando subía al dormitorio habilitado en el último piso del edificio. Una vez instalados, y todavía con el sol afuera, salimos a caminetear Navarrete y a buscar un sitio para cenar. Este no, aquel tampoco. Volvimos a la calle San Juan y nos sentamos en el café Los Arcos, vecino del albergue y cuyo patrón acepta guardar las bicicletas por par de euros cada. Al interior, el típico café español de los pueblos, máquinas tragaperras, expendedoras de cigarrillos, la tele tronando y el piso desbordado de papeles. Nos sentamos afuera (justo quedaba una mesa libre!) y observamos el ambiente de peregrinos disfrutando ese momento de encuentros, reencuentros y convivialidad. Allí trabamos conversación con un muchacho muy joven, de Barcelona y volvimos a ver a los italianos Marco y Gilberto, que acomodaron sus bicicletas al lado de las nuestras. En la mesa contigua, una coreana, un inglés y el joven barcelonés se hacían un curso de lenguas. Nosotros atareados con el menú peregrino, uno de cuyos platos propuestos era “arroz a la cubana” que con tan mala suerte comandó mi amigo Elie, siempre detrás de los platos ricos en carbohidratos. Ya sabía yo que ese plato de cubano no tenía mucho, en todo caso, presentado de esa manera, y Elie se vio obligado a ordenar un plato suplementario, no al patrón, ni a su mujer, sino a la hija que mostraba estar de malas pulgas aquel martes nocturno. Por suerte, cenamos a toque de violín, y eso le daba un aire diferente a la pausa caminera. Descalzo, vestido de blanco, -blanco pordiosero, pantalón y camisola hechos con “tela de saco de harina” como dirían mis tías Velia y Estela Migdalia, el músico era un peregrino también huésped del albergue. Las sombras se abalanzaron sobre Navarrete, y mientras los faroles públicos comenzaban a amarillear, dos peregrinos deambulaban por las callejuelas moribundas del pueblo riojano. Faltando un cuarto para las diez, la torre de la Asunción vibró con una campanada y comprendimos que era hora de entrar. 10pm, las puertas del alberguen cierran. ©eW&cAc

Parque de la Grajera, “promenade verte”…



Logroño es una ciudad de parques, y para llegar al de la Grajera he contabilizado media docena. El de San Miguel se imbrica con el de la Grajera y el espacio verde no cesa. Allí el camino se ofrece fácil al peregrino que deja la capital riojana. Camino pavimentado y arbolado, porque la sombra es como el agua, indispensable al caminante, y por qué no, también a los bicicleteros. Campos de trigo, a uno y otro lado de la ruta periurbana jacobea. El pavimento termina a proximidad de la laguna, que por esos lares llaman pantano, entonces el camino recobra al bordearlo, su aspecto de antaño, y como buena parte todavía es, pedio pedregoso. Incluso, el camino se convierte en puente sobre un recodo pantanoso donde los patos son propietarios del lugar. Del parque y sin fronteras, se pasa a campos de vid que el camino atraviesa y va ascendiendo hasta desembocar en un punto desde el cual se aprecian los arrabales urbanizados de la ciudad. Hemos subido a una altitud de 560 m que oronda se hace llamar “alto”.

Es el Alto de la Grajera, casi ya en Navarrete, pero habrá que rodar un poco más, y contornear una colina en la que un toro, viva imagen de España, nos mira con cautela con sus férreos ojos. Atrás quedan, ciudad, parques, pantano y algarabía de patos. El camino avanza, y siguiendo las flechas, nosotros. ©eW&cAc

Cruce del Ebro, por el Puente de Piedra (Logroño)

A las 13h39 entramos en la Comunidad de LA RIOJA, y veinte minutos después Logroño aparecía en negro sobre fondo blanco contorneado en rojo. Como tantos otros nombres, Logroño suena raro, y la ciudad no me transporta a los vinos, como sí el nombre de la comunidad. Logroño, en lo más nórdico de la comunidad, a dos pasos de Navarra, a dos pasos de Euzkadi. En la capital riojana vive una muchacha que me hace recordar mis años escolares siendo niño. Recuerdo la llegada de Cristina en sillón de ruedas, acompañada de su madre, entrando a la escuela primaria. Y la recuerdo también, el año de preuniversitario en que volvimos a pisar la misma escuela. Y luego cuando nos saludamos en una calle de Santa Clara y supe que vivía en España. Ahora en Logroño. Y los que lean la bitácora se preguntarán que tiene qué ver todo eso con “nuestro camino”, y es que el camino es ideal para pensar, para recordar, y cuando se atraviesan polígonos industriales, es mejor recordar y evadir esos tramos pensando en la vida, en gentes, en amigos. Un poco más al norte, que ya es el País Vasco, está Vidalito. Y así pensando, hicimos el tramo de la N-111 desde Viana, y que no permitió que viéramos la Virgen de las Cuevas, pero yo no pude retenerme y tararear aquella canción infantil “que llueva, que llueva, la virgen de la cueva…” y cataplum, entramos hambrientos y triunfadores por el puente de piedra que atraviesa el río Ebro. Vamos directamente al barrio antiguo, ahora matizado de esos inmuebles viejos renovados con aires contemporáneos que pululan en las ciudades españolas, unos ejemplares, otros a no mirar. Elie, más que cansado, está hambriento, y eso lo pone de un humor inimaginable. Peor si el hambre aparece en los núcleos urbanos... Hay mucho que ver en la ciudad que festeja San Mateo y las vendimias. Evidentemente, con el tesoro de viñas que la rodea y la profusión de bodegas. Del puente de piedras vamos a la Rúavieja, en el 32 está el albergue municipal y nos hacemos sellar la credencial por los Amigos del Camino. El patio soleado del albergue y una refrescante alberca tronando en su centro, incitan a una pausa, a paliar el hambre, pero hay demasiados peregrinos reposándose de la marcha que allí los llevó, en su mayoría jóvenes, rubicundas holandesas, inglesas de pecas, dos calladas alemanas y bulliciosos italianos. Justamente al salir del albergue me percaté que mi basquette derecho iba completamente despegado en el talón. Y en Logroño quedó el calzado comprado en el otro lado del Atlántico. Suerte que llevaba unas zapatillas ligeras para en caso de…Y nos sentamos en la plaza de Santiago, en unas escalinatas, a devorar barras de cereales y frutos secos. A nuestra espalda, la iglesia de Santiago el Real, que data del s.XVI. En obras su interior, pero eso no impidió que apreciáramos su fachada, en la cual puede verse montado sobre un corcel, el famoso Matamoros. En el camino pasamos frente al Parlamento de La Rioja, y que fuera el Convento de Nuestra Señora de la Merced desde el s.XIII y que desapareciera de Logroño durante la Guerra de Independencia. Justo al lado, una chimenea de ladrillos nos hace pensar que se vela por preservar el patrimonio industrial de la ciudad. Dejamos el centro siguiendo las flechas amarillas que nos llevan a la plaza Alférez Provisional y de ahí enrumbamos por la del Marqués de Murrieta con su aire de ciudad moderna, edificios medianamente altos, rotondas con férreas esculturas y urbanizaciones que con sus laberintos de calles retardan nuestra entrada al Parque de la Grajera. ©eW&cAc

Viana, Borgia y Maquiavelo

Al quitar Los Arcos la carretera nos regala descensos suaves que nos introducen en un paisaje valonado con campos cerealeros y viejos olivos. Hasta los barrancos son suaves y la vista se pierde en un área de terrazas verdinegras regadas por el arroyo de San Pedro. En el descenso descubrimos, sumergido en el valle y bien soleado, Sansol, y en el medio de su núcleo, la torre de San Zoilo, construida en el s.XVII. San Zoilo, que no conozco el Santo, rodeada de casonas tocadas de barroco. Nada barroca, la entrada al pueblo. Sobre los muros prefabricados de lo que pudiera ser una fábrica, levantada sobre viejas piedras, puede leerse una reivindicación referente a torres, transporte y engaños, que no entendimos en absoluto. Estamos en el camino, el logo amarillo sobre azul profundo nos da la bienvenida.


No hemos tenido tiempo de comentar el paso por Sansol cuando de repente aparece Torres del Río. El río Linares y también la NA-7200 dividen las dos poblaciones. Casonas erguidas de altos puntales y techos y fachadas disputándose el mismo color, otras repelladas y blanqueadas con cal. Torres del Río se ufana de su iglesia del Santo Sepulcro, vieja de finales del s.XII, y cuya linterna guiaba a los peregrinos. Esta iglesia es una reproducción del templo de Jerusalén, con una cúpula cuyos nervios se entrecruzan y dan plaza a un cupulino. El conjunto forma una estrella octogonal que nos hace pensar a la influencia mozárabe en la península.

Estamos en el perímetro de un gran valle que se llama como un gran río, Ebro, y cuya fisionomía es quebrada y matizada por elevaciones que van de los 478 m (Ventranilla) a los 810 m (Valdibañez). En ese baja y sube, subimos hasta la Ermita (la placa nos remite a un santuario) de Nuestra Señora del Poyo, y desde cuya altura se aprecia Bargota. Al otro lado, emergen los cerros Abanta y de la Mesa.

Antes de franquear el gran núcleo poblacional riojano (Logroño), hemos de atravesar la localidad con nombre de príncipe, Viana, y que fuera fundada por Sancho el Fuerte en los albores del s.XIII. Viana tuvo varios hospitales de peregrinos, hoy desaparecidos. En lo alto del cerro donde fue fundada la villa, se yergue Santa Maria, antigua colegiata en funciones entre el XIII y el XVIII. Con aires de catedral, el edificio muestra su torre de factura herreriana y su portada del Renacimiento. Estamos a 22 de junio, de haber pasado una semana antes, hubiéramos podido ver la escultura de la Virgen iluminada por un rayo de sol, y esto solo ocurre una vez en el año, hélas! Han leído El Principe, de Maquiavelo, pues fue inspirado en la principesca y aventurera vida de César Borgia, nacido y sepultado en Viana. Mucho nos enseña el camino, en fatigas, tormentos, dudas, dolores, pero sobre todo, en satisfacciones culturales, que una ruta como la Jacobea, es capaz de ofrecer. ©eW&cAc

Arcos sobre el Odrón





Desde Azqueta apercibimos Villamayor de Monjardín. En lo alto, las ruinas del castillo y la ermita de San Esteban. Como vamos por la NA-110, que bordea el camino, nos desviamos a la derecha para hacer una pausa en el pueblo a los pies de la que fue inexpugnable fortaleza tenida por visigodos convertidos al islam. En Azqueta nos dijeron de no dejar de ver la Fuente de los Moros, y el desvío ha sido por a la que llaman maravilla gótica. Y no la vimos, -llevo agua en mi cantimplora, y para moro, yo- pensé mientras me detenía frente a la torre barroca de la iglesia de San Andrés, de cuerpo romano a nave única y cabecera semicircular. Ahora me pesa no haber perseverado en la búsqueda de la fuente. Nos reposamos unos segundos, no más, el tiempo justo para coger fuerzas y seguir la ruta. En el descenso a la carretera, una peregrina cansada y medio perdida, nos preguntó si para Los Arcos doblaba a la derecha, -siempre a la derecha, respondimos al unísono y a lo lejos vimos un punto rojo que avanzaba lentamente por el camino de tierra. Era ella, y aunque no alcanzara a oírnos, le enviamos un “buen camino” en su marcha a Los Arcos.
También nosotros llegamos a la villa formada en el siglo XI. El calor se instala y con él, la fatiga. Tenemos la impresión de pedalear sin avanzar, y aún no es mediodía. Peregrinos que van y vienen, se sientan en los muros del portal de la iglesia, se descalzan, almuerzan sus bocadillos y se van por el portal de Castilla, construido en el XVII y que lleva las armas de Felipe V. Cada uno a su turno, entra en la iglesia de Santa María, toda abierta, lo que permite una claridad natural que se mezcla a la semioscuridad de la nave, que es única. Dos o tres obreros entran y salen, como abejas con gorras, sin hablar, sin querer hacer daño al silencio de los muros. Entramos al s. XII, cuando el edificio fue erigido en estilo románico. Las capillas laterales ocupan los espacios entre contrafuertes. Al silencio y la semioscuridad se imbrican todos los elementos interiores que ha acumulado el edificio, y que van del gótico al neoclásico pasando por renacentistas y barrocos. La puerta al claustro, adosado en la fachada sur, deja entrar otra “lumière”, aquella que guarda del s. XV, claustro gótico flamígero, cuyos arcos desbordan suavidad y delicadeza. Una vez fuera del edificio, siento que algo me ha faltado por ver, y regreso, regreso al claustro justo cuando un murmullo de hábito negro y blanco se desplaza por una galería. Salimos a la plaza, montamos las bicicletas, y atravesamos el río Odrón, dejando atrás el Portal de Castilla, no olvidando sellar la credencial, en una pauta del camino, esencial en la ruta jacobea. ©eW&cAc.

Los bastones de Pablito (Azqueta)


Al salir de Estella [Lizarra] optamos por seguir las flechas del camino, que va pegado a una antigua ruta. Así atravesamos Ayegui, célebre por sus forjas, pero sin detenernos. A la derecha el monte Gomicen, y a la izquierda, como un príncipe navarro, el Montejurra, de 1044 m de altitud y desde el cual imaginamos un panorama extraordinario de la región en derredor. A sus pies, el monasterio de Irache, tocado por el sol y rodeado de viñedos. La iglesia de Santa María la Real, del s.XIII, está compuesta por tres naves y crucero. Rodeando el edificio se aprecia en todo su esplendor la cabecera. En el pórtico de San Pedro se aprecian centauros como decoración. La torre, herreriana, fue construida mucho más tarde, y también el claustro, de estilo plateresco y bóvedas de terceletes. Monasterio, viñedos y trigales, hojas lanceoladas y espigas doradas, y como siempre, punticos amapolados en los sembrados. Peregrinos todavía frescos marchan con la vista puesta en un punto sólo visible para ellos. Buen camino. Buen camino, responden, o hacen como si no escucharan. Atravesamos un conjunto de casas adosadas, mismos colores, mismos tejados, misma factura. Es la Urbanización Iratxe.

Unos kilómetros más adelante, entramos en Azqueta, doblando a la derecha y subiendo una cuesta. Preguntamos por Pablito una vez parqueadas las bicicletas. Una voz suave nos indicó su casa y allá fuimos. Pablito está en el campo, nos dijo una señora, viene en un rato. Me hubiera gustado estrechar la mano de Pablito, el hombre de las varas de avellano, pero no pudo ser. No estaba a la orilla del camino, ofreciendo sus bordones a los peregrinos, estaba precisamente, buscando esas varas que sus ojos y manos saben elegir para bien del caminante. De Azqueta, su sello, y en el sello, las siete letras impresas del nombre de un hombre, leyenda en el camino. ©eW&cAc